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Arredondo, Carter, Colanzi, Dueñas, Dávila, Fernández, Melchor y Vicens

But a woman is a changeling, always shifting shape
Just when you think you have it figured out, something new begins to take

Florence + The Machine

Dos y último.

En la primera parte de esta lista -estrictamente alfabética y personal- presentamos a cuatro narradoras -aquí la segunda mitad- cuyos cuentos trasgredieron las “normas” (?) de su tiempo con sus relatos cargados de realismo, incesto, violencia y hasta licantropía.

Todas ellas son conocidas en mayor o menor medida entre un gran número de lectores pero no lo suficientes para que sus nombres figuren -tanto- junto a representantes del género como Lovecraft, Poe, Tario, Fuentes, Elizondo y otros.

El hecho puede ser fortuito pero como le dijo Colanzi a El País en 2022:

“Las escritoras no han sido olvidadas, que es algo inconsciente, sino silenciadas, que es algo premeditado (…) Y algo activo, no se las incluía en las antologías, no se la invitaba a los encuentros literarios y no se las reseñaba”.

El horror repele pero fascina. Continuamos:

El huésped. Amparo Dávila

“No pude reprimir un grito de horror, cuando lo vi por primera vez. Era lúgubre, siniestro. Con grandes ojos amarillentos, casi redondos y sin parpadeo, que parecían penetrar a través de las cosas y de las personas. Mi vida desdichada se convirtió en un infierno”.

Así arranca la siniestra historia que nos ofrenda Dávila -quizá la más conocida de la lista- que nos mantiene con la desasosegante pregunta “¿qué es?”, duda constante en su obra.

Un día el marido de la protagonista llega a casa acompañado del huésped. Ella -cuyo matrimonio hace agua- siente “algo” ante el huésped. Se inquieta.

Su vida provinciana no podría estar más echada al caño para que, repentinamente, arribe a su insulsa rutina diaria “eso” que le es impuesto por su marido.

La autora contrasta la regularidad del ama de casa -cocinar, procurar a los niños y cuidar a diario de sus plantas- con la presencia funesta y pesada del huésped que duerme todo el día, sólo come carne y que aterroriza de improvisto a la protagonista y a la mujer que le ayuda, Guadalupe:

“Guadalupe y yo nunca lo nombrábamos, nos parecía que al hacerlo cobraba realidad aquel ser tenebroso. Siempre decíamos: —allí está, ya salió, está durmiendo, él, él, él… Cuando desperté, lo vi junto a mi cama, mirándome con su mirada fija, penetrante…”.

Una de las características más alucinantes de Dávila es su capacidad para presentarnos seres extraños cuya ambigüedad estimula la imaginación, para tratar de darles alguna sustancia. Sus siniestras presencias son diferentes para cada lector. El horror.

Pero también la zacatecana nacida en Pinos Altos (1928) nos presenta a mujeres que conforme se van enfrentando a lo siniestro van fortaleciéndose, el reto de lo adverso las transforma de meras espectadoras a protagonistas de historias en las que los hombres son por decir lo menos, mediocres.

La jaula de tía Enedina. Adela Fernández

Quizá la más inclasificable de toda la lista. Su obra fue calificada por Gabo como “seriecísima, tristísima y oscura”; él recomendaba que La Jaula fuera uno de los 10 cuentos latinoamericanos que toda persona tenía que leer.

“Ahora tengo diecinueve años y nada ha cambiado. A la tía nadie la quiere. A mí tampoco porque soy negro. Mi madre nunca me ha dado un beso y mi padre dice que no soy su hijo (…) La verdad a mí me da mucha lástima la tía…”.

Este texto es el más conocido, recomendado y analizado de la autora, en unas cuantas líneas pasa revista al horror, la soledad, la locura y el racismo.

Los protagonistas tienen en común estar solos y rechazados por lo que su punto de encuentro es el horror. Entre trebejos y abandono se va fraguando una historia cuyo final no deja indiferente, me atrevo a definirla -sin agotarla- como la fascinación por la repugnancia.

La autora nacida y fallecida en la Ciudad de México (1942-1993) fue una de las mayores difusoras de la cultura mexicana, dedicada a la narrativa, el teatro y el cine dejó tras de sí 14 libros, entre los que destacan varios sobre los pueblos originarios -trabajó unos años en el Instituto Nacional Indigenista-.

En su epígrafe a Duermevela -libro del que se desprende La jaula de tía Enedina- escribó:

“… Afectados por el ritmo de mis ansiedades y el rigor de vivirlo todo con intensidad […] A ellos, en recuerdo de los cuerpos desnudos a falta de ropa; de los pies descalzos, de los ojos asombrados en playas, ciénagas y bosques; de las ciudades que cruzamos a pie; del nomadismo en desasosiego; del cuarto de azotea, nuestra vivienda…”.

Como si fuese una advertencia/disculpa a quienes se atrevan a introducirse a sus 17 cuentos plagados de pesadillas, lo onírico, duermevela, y abrumador horror.

Fue hija de Emilio “El Indio” Fernández.

La casa del Estero. Fernanda Melchor.

Alberto Chimal dice de La casa del Estero “este no es exactamente un cuento, es una crónica…” ¡meh!; la historia de la veracruzana (1982) es uno de los mejores textos de terror que se han escrito en México en los últimos años. Punto.

¿Cómo definirla? Quizá como la visita consciente y arriesgada a la entrada del infierno y un mirada a sus habitantes.

La existencia de esa casa en Boca del Río, Veracruz hace más suculenta la lectura de la historia -de su libro Aquí no es Miami (2013)-; una veracruzana recién me dijo que le encantaría escribir como la autora, porque es sumamente vívida la descripción del trajín diario de esa ciudad a las orillas del Golfo de México.

Lo que en apariencia arranca como una salida por las chelas entre un par de chavos de repente se convierte en la tortuosa crónica de instantes que trastocaron la vida de sus protagonistas:

“Las leyendas sobre la Casa del Diablo son muchas y nada originales. Combinan relatos decimonónicos del puerto con argumentos de películas de terror los años ochenta: entre sus muros en obra negra, supuestamente, tuvieron lugar asesinatos rituales y penaban espíritus chocarreros (…) existía una tercer leyenda: la casa tenía siete sótanos a los que se accedía por una escalera en el interior, y en el último, en el más profundo, moraba el mismísimo Satanás”.

Su crónica es más que digna de aparecer en cualquier antología del género.

El libro vacío. Josefina Vicens

Es una novela pero la incluyo por ser uno de los mayores y mejor logrados experimentos narrativos en México.

Celebrada y ampliamente comentada cuando fue publicada (1958) tiempo después cayó en el “olvido” fue silenciada por décadas -no sé si el verbo sea el adecuado- y recién rescatada del ostracismo en el que bogaba tras la aparición de La región más transparente, Farabeuf o Crónica de la intervención.

Cronista taurina y columnista política, Vicens o “La peque” -como la conocía el mundo literario mexicano- nos presenta en El Libro a José García -un inteligentísimo guiño a sus seudónimos y a ella misma- un gris contador que vive en una ciudad que sugiere ser la Ciudad de México de mediados del siglo XX, quien luego de muchos años de monotonía confiesa:

“Necesito decirlo. Empezaré confesando que ya he escrito algo (…) Tengo dos cuadernos. Uno de ellos dice, en alguna parte:”

El autor (a) que protagoniza el volumen pretende escribir una novela y para ello echa mano de dos libretas, en una irá aflorando la obra y en el segundo anotará todas las ideas e impresiones “literarias” que le acontezcan que de repente se vuelve un receptáculo de los anhelos truncados, de la mediocridad, del aburrimiento. De la frustración.

Conforme avanza el libro nos damos un encontronazo con los esquemas rotos del protagonista para ordenar su futura novela -como si el caos pudiera organizarse-, si bien la pulsión creadora lo sobrecoge esta no genera, amputa.

La segunda libreta va creciendo mientras que el vacío se profundiza en la primera. La procrastinación en toda su extensión -por usar un término hoy en boga-.

Entonces ¿qué le queda a José García? emular a Sísifo. La creatura de Vicens pergeña su libreta como Sísifo sube su roca todos los días para la eternidad y aunque se engaña -a diferencia del héroe griego que acepta su destino- se confiesa:

“¿Para qué voy a emprender una batalla que quiero ganar, si de antemano sé que no emprendiéndola es como la gano?”.

En 2006 la ensayista Sandra Lorenzano dedicó un texto al libro de la tabasqueña (1911-1988) Un vacío siempre lleno en el que reflexiona sobre el adjetivo “vacío” del título al hacerlo dialogar con el silencio y a partir de este, subrayar la importancia que tiene para la literatura.

Vicens abre su novela con esta dedicatoria:

A quien vive en silencio

dedico estas páginas

silenciosamente.

 

LV

 

 

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